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Polvo somos y en plantas nos convertiremos

  • Foto del escritor: Miranda Bejarano Salazar
    Miranda Bejarano Salazar
  • 6 dic 2020
  • 3 Min. de lectura

Visita la publicación original en Columnas La ChontaDuro aquí


Durante esa noche, cuando reposaba en la cama a la cual había perdido la costumbre de usar, llovieron millones de pequeñas flores amarillas que cubrieron todo el pueblo y que anunciaban su partida de este mundo terrenal. Claramente no hablo de la muerte de “El Diego”, sino de uno de mis personajes favoritos retratado bajo la pluma de Gabriel García Márquez en 100 Años de Soledad. José Arcadio Buendía podría acercarse a la imagen mágica que guardo de mi abuelo materno y quien también falleció hace más de cinco años.


Maradona, mi abuelo y José Arcadio reposaban en un ataúd y su muerte fue un recordatorio de una realidad de la que no acostumbramos hablar. A pesar de ser un evento común en todos los seres vivos, cada vez nos alejamos más de la idea de que la vida, como la conocemos, tiene un fin. No en vano, los modelos occidentales, religiosos e incluso el capitalismo, han permeado hasta la manera de procesar los cuerpos de nuestros muertos.


Uno de los infaltables elementos fúnebres es el Ataúd. Su ancestro más parecido podría ser el sarcófago egipcio. Siendo el más antiguo, el encontrado en este año y data de 4.600 años. La versión del “nuevo mundo” de ataúdes son los grandes jarrones de barro, llamadas urnas funerarias, que encerraba el cuerpo del difunto y de las cuales se tiene registro de épocas precolombinas. Sin embargo, la necesidad de procurar la integridad del cuerpo dentro del actual cajón de madera, podría asemejarse más a los rituales de la nobleza de la edad media y que luego fueron llevados al resto de América por los procesos de conquista.


A pesar de lo imprescindible que puede llegar a ser, el ataúd de la industria funeraria tiene una representación significativa en la contaminación del planeta. La cuenta de la huella de carbono empieza por la tala y transporte de la madera para su transformación, pintura y laca. Dando como resultado el uso de un millón y medio de hectáreas y 90 mil toneladas de acero para fabricar féretros sólo en Estados Unidos. Sin contar con los galones de formaldehído, usado para conservar el cuerpo; la emisión de CO2, si se crema, o el uso del suelo y posible contaminación de acuíferos, si el cuerpo es inhumado. Pareciera que la huella de la contaminación antropogénica no termina en la tumba.


Nuestra generación ha crecido siendo testigo del efecto del cambio climático, razón por la cual, se han ideado importantes alternativas de estilos de vida, con menor generación de contaminantes, en la medida de lo posible. La muerte y su fúnebre carnaval, también se ha unido a este movimiento eco. El compostaje, bio-ataúdes, cápsulas orgánicas y la hidrólisis alcalina se cuentan entre opciones para procesar los cuerpos humanos con menor impacto ecológico y en muchos casos, menor impacto económico para las familias del ser difunto. El factor común de todos estos métodos es la transformación del cuerpo en abono para el suelo.


Para ser sinceros y sin muestra alguna de humildad, nunca habrá un ataúd o ceremonia capaz de hacerle justicia al paso de mi abuelo por el mundo, y no tengo dudas de que los fans de Maradona pensarán lo mismo de su ídolo. Honrar la vida de la persona fallecida, más que al cadáver de quien dejó de ser, podría representar un cambio en la naturalización de la muerte. No está de más contemplar la posibilidad de regresar al ciclo de la cadena trófica en donde el fin de un individuo es el punto de partida para la vida de otro nuevo organismo.


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